viernes, 28 de agosto de 2015

Crónica policiaca

La propia altura

Suena el radio en su eterno escaneo. “Mi RT (comandante), refieren 76 (persona) 57 (lesionado), caída de 98 (vehículo) en movimiento, 58 (lugar indicado) de Mariano Escobedo y Acueducto, en San Miguel”.

Prendo el Tsuru, rojo como mis notas, y con el pedal a fondo subo hacia la colonia que está detrás del Calvario. Tras varias vueltas miro las luces titilantes rojas, azules y amarillas que voy buscando.

Lo primero son las fotos. Bloquear la cabeza y pensar en ISO, velocidad y abertura. A mí (y afortunadamente a mi periódico) no me gustan las caras chorreantes de sangre. Yo busco escenas.

En este caso un hombre calvo y corpulento tendido al centro de la calle, rodeado por paramédicos adrenalizados, tránsitos indiferentes y curiosos asustados. Una ambulancia con las puertas abiertas enmarca la escena, que queda en la cámara en cuatro distintos ángulos.


Tras las fotos hay que volver a abrir los ojos, los oídos, la cabeza. Alguien dice que el hijo no sé qué. Parece que es el jovencito alto y delgado, de chaqueta y peinado de lado muy engomado. Su voz y gestos no expresan emoción, es como un robot cuando dice el nombre, edad y domicilio de su padre, tendido en el suelo, al agente de Tránsito, datos que aprovecho para garabatear a medias en mi libreta.

Se escucha el sonido como de una trompetilla; me desconcierta. Colocan a Pedro Veloz en la camilla y al levantarlo, su abultada panza descubierta vibra con otra trompetilla, que es un pedo. Maldita sea. Trompetilla. Luz en sus pupilas. Trompetilla. Maldita sea.

Durante los tres meses que llevo en la nota roja no me he enfrentado lo suficiente con la Muerte como el oficio lo exige. Pero en algún lugar leí que cuando un cuerpo se muere, el esfínter se relaja, y el hombre que pasa frente a mí sobre la camilla se desinfla al sonido de otra trompetilla. Maldita sea.

El hijo no puede subir a la ambulancia, dice el paramédico. Necesitan a un mayor de edad. “Mi mamá está en Estados Unidos”, “¿algún tío?”, “sólo está mi abuelito”, “que vaya al Hospital Regional”, “voy por él”, “no podemos esperar”, “es aquí a la vuelta”, “no, le tenemos que dar prioridad al paciente”.

“Vámonos, no hay nada qué hacer, no hay vehículo, pudo caerse de su propia altura”, dijo ya hace rato el comandante vial y por eso ya no quedan tránsitos. Arranca la ambulancia y me quedo solo en la calle a la medianoche. Los curiosos también se retiraron pero alcanzo a la señora de las muchas hijas.

“Escuchamos gritos y creí que eran los niños jugando, después salimos y lo vi tirado, llamamos a la ambulancia”, “¿No vio si se cayó de un carro, moto o solo?”, “No, vive en esa casa, la de los arbolitos”.

Enciendo el carro y cuando paso por la calle veo dos figuras andar en las sombras, una larga y otra arqueada. El hijo y su abuelito. “¿Van al Regional? (ya sé la respuesta) Los llevo”. Quito los seguros de las puertas de atrás y suben.

“Soy del periódico”, digo para romper el hielo que no se rompe. “¿Cómo viste a tu papá?”, pregunta por la que me deberían dar el Premio Gabriel García Márquez al más idiota inútil. “Estaba como roncando”, responde.

Los bajo en la puerta de urgencias del Hospital Regional. Le estrecho fuerte la mano al abuelito mientras digo algo sobre el bien o la suerte. Se me queda trabada, entre la garganta y la lengua, la referencia a dios.

Me voy a casa: me siento una mierda y mañana tengo que rescatar los datos que faltan. Pido el milagro al cielo para que no se convierta en la nota del último adiós.

Al otro día visito la casa de los arbolitos para preguntar cómo sigue don Pedro. Pero la respuesta la intuyo desde que reconozco en la entrada a los agentes del Ministerio Público, rodeados por el característico grupo de familiares y curiosos que se presentan en toda casa donde se vive una tragedia. El cielo no me cumplió el milagro: la casa se convirtió en velorio.

Entonces comprendo que la Muerte se me presentó cara a cara por primera vez la noche anterior. Se acercó cautelosamente, con el sonido de sus pasos disfrazado de flatulencias. La maldita clave 69 (occiso).



Mi primer último adiós

Es mi primer día de reportero de Sucesos y mi nuevo jefe en mi nueva ciudad, que en realidad es un pueblo mágico, me recibe con la foto de un camión urbano volcado a la orilla de una carretera, junto a una Windstar desecha rodeada de zapatos.

“Acaba de pasar en el Libramiento Norte, tu compañero lo está cubriendo”. El resto de la mañana lo paso con el a partir de entonces inseparable radio en la mano, en el que escucho claves incomprensibles. Durante esa primera semana sigo a mi compañero de Sucesos a todos lados. Hoy vamos de corporación en corporación pidiendo datos del accidente. Luego de que el de seguridad privada del IMSS rechazara cincuenta pesos a cambio de los nombres de los 16 lesionados que ingresaron a urgencias (sin darse cuenta nos dio gratis el número de lesionados) encontramos la respuesta con los Federales, pero nos recuerdan que la nota no debe decir quién nos dio los datos.

Volvemos al periódico y mi nuevo jefe me recibe con una nueva salida a la calle. Iremos a buscar la nota del último adiós con la familia de la difunta, en la casa donde la están velando.

Llegamos a Buenavista y desde afuera de la casa se siente el turbio ambiente. Apenas atravesamos la puerta abierta y una joven nos invita a pasar y sentarnos en las sillas alineadas alrededor de la cochera, desde donde no se puede ver el interior del hogar.


“¿Son sus compañeros del trabajo?”, nos pregunta la joven. “No, somos del periódico, ¿tú qué eres de Brenda?”,  responde mi jefe. Es la hermana. “¿Cómo recuerdas a Brenda?”, le pregunta mi jefe y yo comienzo a escribir rápidamente en mi libreta lo que cuenta. Cuando la garganta de la hermana se cierra, con la mirada llena de lágrimas, mi jefe deja de preguntar, le ofrece una mano enclenque, un abrazo aún más enclenque y un pésame. Yo no he dicho ni pío.


Después viene otra hermana, quien nos presta una fotografía de Brenda posando con su pequeña hija, luego una vecina y al final la madre. Yo ya llevo varias hojas llenas de garabatos. Al esposo no nos acercamos porque nos dicen que tiene su carácter y se le ve muy apachurrado.

Mi jefe me hace una seña con la cabeza para que nos retiremos y yo digo mis primeras palabras desde que llegué a la casa: “gracias, buenas noches”.

A la mañana siguiente aparece impresa la primera nota que escribo en el periódico, sin que yo hubiera hecho una sola pregunta.

La de ocho también tiene mi nombre, sin que yo hubiera escrito una sola palabra.


El trabajo hecho

La Muerte se me estuvo escondiendo por tres meses. Veloz como ella sola, hasta antes de la muerte de don Pedro no la había visto trabajar: llegaba cuando el trabajo ya estaba hecho y no quedaban rastros de ella ni de su guadaña. Me hizo ver cuatro de sus trabajos antes de darme la cara.

La primera de sus víctimas que me tocó ver debió ser motivo de indignación, de marchas, de que bajaran el precio del camión o cuando menos de colocar una bici blanca. Pero en Jalisco eso sólo pasa cuando el que muere es hijo de familia, de un académico de la UdeG o un ricachón. Eso no pasa cuando el que muere lo hace en Cañada de Ricos.

No se veía su rostro, lo que en el fondo agradecí. Quedó boca abajo, tendido sobre el hirviente suelo, con la gorra tapando aún su cabeza y con un charco de sangre bajo su cuerpo. Unos metros atrás, los restos de su bicicleta negra, y al fondo la ambulancia que no sirvió. Falta el camión de la ruta Prepa-Cañada cuyo conductor colaboró con la Muerte para terminar con la vida del ciclista, pues al igual que la Muerte, huyó del lugar.


Nadie supo darme el nombre del ciclista, ninguno de los curiosos parecía conocerlo, pero sí me contaron cómo el camión dio vuelta a la derecha, atrapando la rueda delantera del ciclista entre el vehículo y la banqueta, cómo el ciclista dio una voltereta hacia delante y cómo sonó el crack cuando las llantas traseras del camión le pasaron por encima.

Cuando llegaron los forenses, arrojaron el cuerpo en la caja de una camioneta pick up, como si fuera una marioneta. A su lado colocaron la bicicleta y partieron. Un ciclista era la última víctima de la Muerte y sus aliados del transporte público, y a nadie parecía importarle su nombre. Esta vez no hubo nota de último adiós.


La segunda víctima de la Muerte me agarró por sorpresa. Estaba tomando fotos de la curación de las heridas de un motociclista que sangraba tras derrapar en una curva, cuando el paramédico me reconoce: “¿No fuiste al 69 de El Arenal? Lánzate, ahí deben de estar todavía”.


Me olvido del infortunado motociclista y pido un taxi, porque el Tsuru, rojo como mis notas, está descompuesto. Vamos por la carretera a Unión de San Antonio cuando veo una camioneta pick up afuera del camino y una patrulla a su lado. Supongo que es lo que estoy buscando, pago el viaje y bajo del taxi.

Al acercarme veo a una mujer sentada dentro de la caja de la camioneta, con un hombre abrazado sobre su regazo. Abajo del vehículo hay una mujer con cara de preocupación y dos policías municipales. Me acerco al más viejo de los cuicos.

“¿Es el reporte del 69, jefe?”, le pregunto y me dice que sí, que ya llamaron al MP. Entonces me doy cuenta de que el hombre que está siendo abrazado por la mujer arriba de la camioneta es la víctima de la Muerte. Me quedo petrificado ante la escena.

La mujer está bañada en lágrimas, se balancea de adelante hacia atrás una y otra vez mientras le murmura palabras al oído a alguien que ahora ya no escucha. Le acaricia la cara, lo aprieta fuerte contra su pecho y llora. Llora más.

Quizás si fuera un reportero policiaco experimentado tomaría mi cámara y captaría ese momento de auténtico sufrimiento humano. Pero yo estoy paralizado.

Llega rápidamente una camioneta negra y bajan dos jóvenes. Se agarran la cabeza, se jalan los pelos, gritan. Una persona camina por la acera de enfrente y sonríe, y uno de los jóvenes le grita que le va a cargar la chingada, hija de su puta padre, le va a cargar la chingada. El otro joven lo tranquiliza y lo sube a la camioneta nuevamente. Se van del lugar. Yo sigo paralizado junto a la camioneta.

Llegan los del MP en una camioneta último modelo y me dicen que me retire de ahí, mientras interrogan a la mujer que abraza el cadáver y a la otra mujer con la cara de preocupación, sin que yo logre escuchar nada. Después las meten en la parte trasera de la camioneta último modelo.

Van llegando señoras curiosas, algunas de ellas lloran mientras se tapan la boca. Me digo a mí mismo que debo empezar a trabajar, que debo preguntar qué sucedió, quién es el muerto, cómo murió, qué edad tiene… pero sigo paralizado. Miro a las personas que al parecer conocen al difunto y ahora sufren por su partida y me siento fuera de lugar, como un intruso. No quiero interrumpirles en su dolor, pero ese es mi trabajo ¿no?

Llegan los forenses y reacciono. Cuando menos debo tomar la foto de cuando levantan el cadáver y se lo llevan. Me acerco y justo antes de que apriete el botón me intercepta un MP y me dice que no puedo tomar fotos, que si lo hago lo van a cagar a él y eso no le gusta.

Me vuelve a entrar la parálisis, el sentimiento de estar fuera de lugar. El policía municipal viejo parece darse cuenta de mi situación y me muestra un papel con algunos garabatos escritos con lápiz. “El de arriba es el nombre del 69, el de abajo el de la esposa”, me dice. Rápidamente copio lo que dice, que además de nombres incluye la dirección, que no es cerca de donde estamos.

“Le dispararon afuera de su casa y como no llegaba la ambulancia se lo trajeron en la pick up para el hospital, pero se quedaron sin gasolina”, me explica. Yo le agradezco sin preguntarle más datos.

Llega una grúa para arrastrar la pick up donde falleció la persona y le digo al chofer, viejo conocido de numerosos choques, que si me da rait al centro. Lo que quiero es escapar. Llego a la oficina y con los poquitos datos que tengo escribo una historia cuyos huecos completo con imaginación.


Al otro día me mandan a entrevistar a los familiares. Al terminar la misa de defunción en la Asunción, me acerco casi al azar a un joven de los que estaban hasta adelante y a quien muchos abrazan. Desde la primera palabra se le quiebra la voz. Es el hermano, al difunto le gustaban mucho los coches y es todo lo que su voz le permite contarme. Le doy un abrazo, que para mí no es de pésame, sino de perdón por interrumpirlo en su dolor. Decido mejor platicar con alguien que no se vea desecho y guardo esa decisión en mi memoria para futuras ocasiones.


La tercera víctima de la Muerte me hizo madrugar. Un bombero me avisó que habían reportado un muerto en San Miguel y llegué afuera de la casa cuando todavía el ambiente estaba bañado por el color azul característico de las seis de la mañana.

Los policías municipales tenían acordonada la entrada de la casa, en cuya entrada permanecía impasible un gato blanco.


Puesto que los policías parecían ocupados, pedí información al hombre y la mujer que se encontraban esperando sobre la calle y que habían sido interrogados por los policías.

El hombre era hijo del difunto, que ya era de la tercera edad, y la mujer es la nuera. Lo encontraron ahorcado dentro de su casa, pero al parecer no fue un suicidio, dicen, pues se encontraba amordazado y maniatado. A los pocos minutos llegaron los hijos de la pareja, nietos de la víctima de la Muerte; se veía el desconcierto, más que la tristeza, sobre sus rostros.

Miro al reportero policiaco del otro periódico del pueblo mágico, que está firmemente plantado en un punto de la calle. No se mueve de ahí y de vez en cuando levanta su cámara y toma fotos. Nosotros no nos hablamos, nunca hemos platicado, a pesar de haber coincidido en muchas coberturas. Él no suele conversar con ningún transeúnte ni testigo, sus fuentes son los policías y paramédicos.

Aprovecho el desconcierto de la familia del difunto, quienes todavía no asimilan el dolor de la tragedia y por tanto todavía no lloran, y continúo la plática. El difunto era hojalatero y no tenía ningún enemigo, pero sí una compañera, “de esas que están en los bares”, enfatiza la nuera. Ella fue la que les avisó que el hombre estaba colgado, pero aún así sospechan que estuvo involucrada. Les pido un número de teléfono para preguntarles más tarde el lugar donde lo velarán, la hora de la misa y el lugar de entierro, datos que nos piden poner en las notas de difuntos y que sirven para la nota del último adiós. Les agradezco y me retiro.

Cuando camino hacia el Tsuru, rojo como mis notas, paso frente al reportero de la competencia y giro mi cabeza hacia la casa del difunto. De un golpe frío comprendo por qué no se ha movido de ese lugar, pues desde ahí se alcanza a ver, por el resquicio de la puerta, el cuerpo colgado. Si yo llevo a mi periódico una foto del cadáver, colgado de una viga, suspendidos sus pies sobre el suelo, pálido como un fantasma y con cinta canela en la boca, no la van a publicar, a diferencia del periódico de la competencia.

Sigo mi camino con un escalofrío y subo al sistema del periódico una foto de la entrada de la casa, pero mi intención es que se vea el gato al pie de la puerta, que sereno parece no tener conciencia de que el hombre que le daba de comer todos los días ya no podrá hacerlo.


La cuarta víctima de la Muerte que tuve qué cubrir, cuando la parca ya había hecho el trabajo, ocurrió un domingo, por ahí de las nueve de la noche.

Nunca había ido a un accidente con tantos curiosos; en el pueblo mágico les entretienen más las tragedias que las novelas. Eran como cien, pero debieron ser en total más de doscientos que fueron rotándose desde el momento del accidente hasta la una de la madrugada que todo volvió a la normalidad sobre la calle Democracia, a excepción del charco de sangre que días después continuaba, seco, en el cruce con Ramón Corona.

Cuando llegué, un paramédico de la Cruz Roja acababa de cubrir el cuerpo con una sábana blanca que obtuvo de alguno de los muchísimos curiosos.


Eran los primeros días de implementado el nuevo sistema penal acusatorio, ese que tanto mencionan por los juicios orales, aunque éstos sean tan extraños e improbables porque hay muchas otras maneras, más prácticas, para resolver los casos. Para los tránsitos cambiaron todos los procedimientos, multiplicándose confusamente el número de formatos a llenar por cada accidente.

Escuché cómo una oficial de tránsito municipal pidió a los paramédicos de Cruz Roja permanecer en el lugar, porque tuvieron contacto con el cadáver y lo movieron, entonces tenían qué rendir declaración, pero antes debía preguntar para confirmar. En tanto, ellos no debían mover ni la ambulancia ni sus propios cuerpos. “¿Pero qué hacemos con el otro pasajero de la moto?”, preguntó un paramédico, mientras apuntaba al muchacho de sudadera naranja y gorra, que parecía tan normal, ileso y tranquilo que en un principio dí por uno más de los curiosos.

Mientras pedían otra ambulancia de la Cruz Roja para que trasladara a este pasajero, aproveché para preguntarle qué había sucedido. Cosas de la vida (y la Muerte): mientras él no llevaba casco, yendo en la parte trasera de la moto, salió ileso, en tanto el conductor de la moto, con casco, falleció tras el impacto.

No sabía el nombre del conductor, dijo, era su vecino en una colonia a la que se había mudado hace dos semanas, la colonia que está detrás del estadio Panamericano de béisbol que está en el abandono porque no hay equipo profesional en el pueblo mágico. Iban para La Luz, cuando un vehículo dorado que salió de Ramón Corona se cruzó en su camino y se estamparon de lleno contra la puerta izquierda del auto. Llegó la segunda ambulancia de la Cruz Roja y lo llevó al Hospital Regional para que lo revisaran, pero tras no presentar lesiones lo trajeron de vuelta para que rindiera su declaración.

Mientras tanto, el conductor del vehículo contra el que chocó la moto permanecía tranquilo en el lugar. Extraño en un pueblo mágico donde casi por regla general el que se ve involucrado en un accidente se da a la fuga de tener oportunidad, y él tenía mucha oportunidad. Era muy joven, no más de 25 años, y sereno esperaba a que los tránsitos se pusieran de acuerdo sobre qué indicaba el nuevo procedimiento que debían hacer con él.


Cuando llegaron elementos de Fiscalía a apoyar a los tránsitos en su confusión, lo primero que hicieron fue corrernos a todos los curiosos y acordonar toda la zona. Quedé afuera de los listones amarillos de “PRECAUCIÓN”, junto a unas personas que se veían demasiado angustiadas, poniéndose de puntitas para intentar ver el cuerpo, aunque estaba cubierto por una sábana. Querían saber si el muerto era, como les habían dicho los chismes, Osvaldo. Los tránsitos, MPs, SEMEFOs y demás estaban muy ocupados en el papeleo para recordar que había familiares del muerto que aún no tenían la certeza de la tragedia ocurrida.


Al otro día reconocí a los familiares, cuando acudí al entierro de quien sí era Osvaldo, en el panteón de Moya, una de las tres colonias indígenas del pueblo mágico. Ahí supe que Osvaldo era mecánico de motocicletas, ironías de la vida (y de la Muerte), vivía de arreglar motocicletas ajenas y murió sobre una de esas. Fue enterrado al lado de su hermano, quien años atrás murió también en un accidente.

El papá, muy sereno, me dijo que mejor platicara con su esposa, pues las mujeres son las que más apego tienen con los hijos. Pero la madre estaba muy desconsolada y pidió que nadie le recordara la tragedia; quería dejar todo atrás y no podía hacerlo porque decenas de personas hacían fila para abrazarla y encima un reporterito quería saber cosas de su familia. Regresé con don Rafael, que me recordaba a mi propio abuelo don Rafael, y sin preguntar nada dejé que él solito me dijera lo que quisiera, mientras yo asentía y escribía en mi libreta.

El trabajo, mío y de la Muerte, estaba hecho.

Los escapistas

A diferencia de mi jefe, que invoca constante y juguetonamente a la Muerte para que las notas sean más abundantes y llamativas, yo prefiero las historias que no la involucran. Mejor: mis favoritas son las de los que se le van de las manos, de quienes no son alcanzados por la guadaña.

Casi por regla general, cuando me encuentro esas historias llego, veo la situación y doy por sentado que los involucrados ya fueron trasladados a un hospital hechos papilla, para luego sorprenderme cuando alguien me dice: “¿el conductor? Es aquel que está ahí parado tan campante”, o algo por el estilo.

Es lo que pasó con el conductor de una pipa cargada con un montón de litros de un material peligroso y sumamente explosivo, que se volcó en la autopista a San Luis Potosí. Muy sacado de la pena y enterito me contó lo que para él era una clase de aventura, mientras una inmensa grúa ponía de pie la pipa y el Cuerpo de Bomberos, con las mangueras listas y los cascos bien puestos, estaban alerta por cualquier contingencia.


También ocurrió con el chofer del marcadísimo acento chilango, que me contó cómo salió entero y sin un solo pelo quemado de la cabina de su tráiler que minutos después quedó totalmente consumida por el fuego, luego de una aparatosa carambola que involucró a cuatro tráilers (¿o tráileres?).


O con los tres amigos tapatíos que se unieron en un fuerte abrazo tras salir del atolladero en que el Honda cayó al dar vuelta en el lugar equivocado mientras se hacía pedazos, escena que pude captar en una bonita fotografía cuando en huaraches me metí a fisgonear allá abajo. Sólo dos de los tres resultaron heridos… unas cortaditas en los dedos y nada más.


Y cómo me gustó la historia del joven que sacó a pastar a sus vacas y dejó de ver, de pronto, a la ternerita que esa misma madrugada había dado a luz a su becerro. Por fin la encontró bajo un árbol donde un carnicero la estaba destazando, quien, al verse descubierto, apuntó su largo cuchillo contra el joven. Pero la mano de la Muerte no alcanzó a empujar el cuchillo sobre la carne del ganaderito, quien salió corriendo mientras invocaba a la parca gritando al carnicero de lo que se iba a morir.


También está la del niño que iba en los diablitos de la bici de su hermano, cuando un auto a toda velocidad golpeó la bici por detrás, y el niño de los diablitos de pronto se encontró de pie junto a la carretera, sin saber cómo, intacto y con la memoria en blanco, mientras su hermano, el que pedaleaba, estaba tendido en el suelo, con raspaduras en la cara y varios chichones en la cabeza, pero vivo, también vivo.

O la historia de don Nolasco, que por andar en una de sus pedas nocturnas cayó a un estanque, donde duró horas con el agua al cuello, hasta que los de Protección Civil lo sacaron tiritando, con hipotermia, pero a salvo. Esa vez estuve cerca de ser el instrumento de la Muerte, cuando llegué a casa de don Nolasco para que me contara su versión, luego de haber oído la de PC, y me abrió la esposa de don Nolasco, quien no sabía nada de lo sucedido y casi le da un paro cuando le dije que su esposo estuvo cerca de ahogarse, ella siempre preocupada por su viejito borracho.

Esas historias sí me gustan.

Los fantasmas

Pero la maldita Muerte también tiene sus secretos y como no le gusta revelarlos, hay veces que uno no sabe si fue ella o no fue ella, si la persona está viva o muerta: los casos de los fantasmas, los desaparecidos.

Lo que sí sabe uno es el sufrimiento que viven los familiares. El dolor de una esperanza por que regrese sano y salvo, esperanza que se marchita día con día, pero que no cesa.

A quien conocí primero fue a doña Paty. Yo estaba en la comandancia de la policía municipal, esperando a un elemento para que me contara novedades, cuando doña Paty llegó a reportar el extravío de su hijo.

Le pidieron todos los datos, que escribieron a mano sobre un formato. Agregaron la fotografía del extraviado y luego le pidieron a doña Paty que sacara copias del formato. “¿Cuántas copias?”, preguntó, “las que usted crea, son para repartirlas entre las patrullas”, contestaron. En eso consiste todo, en unas copias que reparten en las patrullas, por si de milagro fueran circulando por las calles del pueblo mágico y se toparan al desaparecido cruzando por la zona peatonal. El formato original, con la foto, se archiva en una carpeta verde, que luce repleta de hojas y hojas.

La policía que atiende a doña Paty me mira de reojo y le dice a doña Paty que a ver si el joven aquí del periódico quiere sacar la foto, por si alguien lo ve. Yo digo que claro y cuando termina el trámite le digo que mejor nos vayamos a la plaza, para platicar más tranquilamente.

Nos sentamos en la plaza de los Constituyentes, ella en la banca grande para la familia, yo en la banquita individual para la nana. Le pido el nombre de su hijo y ella responde. Vamos empezando y ya tiene los ojos llenos de lágrimas. Voy preguntando la fecha en que lo vio por última vez, en qué trabaja, cuántos hijos tiene, muy lentamente, pausadamente y concentrándome mucho en no utilizar el pasado cuando me refiero a su hijo, en no hacer ninguna pregunta que pueda parecer que estoy incriminándolo, que no parezca que estoy suponiendo que está desaparecido por hacer algo malo.

Cuando un mal día su hijo no volvió a casa, después de que saliera en su motocicleta a repartir los dulces de leche que vende la familia, ella se quedó a cargo de los seis hijos de su hijo, que van de los 9 a los 2 años. La mamá de los niños está en Estados Unidos desde hace años y ni sus luces.

Ya fue a todas las dependencias de seguridad, a todos los hospitales y no está ni entre los presos, ni entre los vivos ni entre los muertos.

Terminamos la entrevista y le ofrezco llevarla a casa en el Tsuru, rojo como mis notas; es un pequeño detalle con el que busco ayudarla. No se me ocurre otra forma.

Al otro día aparece la foto del fantasma en primera plana y no hace la diferencia.


Pasan los meses y me la encuentro constantemente en la calle, con su charola de dulces, seguida de una o dos de sus lindas y pequeñas nietas. Siempre le compro y le pregunto cómo sigue.

La situación de ella va escalando. Un día interceptó al alcalde del pueblo mágico cuando salía de la Presidencia Municipal y le contó el caso de su hijo, de ella y de sus seis nietos, para reclamarle. El joven y popis político asegura que la va a apoyar, que le echará la mano con la educación de los pequeños, los pañales, pero es como las promesas de campaña. Doña Paty dice que no le importa, que si tiene que terminar pidiendo limosna lo va a hacer.

Para el siguiente encuentro ya está asustada y quiere retirar la denuncia. La buscaron, le dijeron que su hijo ya está muerto y que si no se calla la van a levantar a ella también. Tiene mucho coraje, pero tiene que pensar en sus nietos, no tienen a nadie más. Les preguntó a quienes la buscaron que si su hijo les debía dinero o por qué se lo mataron, y le respondieron que eso no importa, que total, ya está hecho. Desde entonces la siguen, los ve cada rato.

De la policía investigadora, no hay resultados. Le dicen que los agarran vivos y se los llevan al monte para que cocinen droga y nunca más se les vuelve a ver. No se entiende cómo pueden afirmar algo así, a menos que sea que están implicados.

Va perdiendo la esperanza de encontrar a su hijo, ya no digamos vivo, ni siquiera muerto. Pero no puede estar en paz. Tampoco los nietos. La mayorcita dice que quiere ser policía para agarrar a los que se llevaron a su papá. El más chiquito pide a su papá, no entiende qué pasa pero lo quiere ver, a pesar de su corta edad, lo recuerda y lo extraña.

Doña Lupe también perdió a su hijo, de sólo 21 años. Ella quiere saber, no puede con la duda. Cada día llora más y su cara llena de arrugas parece confirmarlo: se está secando por dentro. Si está muerto, pues que se lo entreguen, pero no aguanta al fantasma. “Mi jefa se está acabando a lo pendejo”, dice el mayor de sus hijos, seguro de que recibiendo el cuerpo de su hermano, de estar muerto, y dándole sepultura, su mamá va a estar mucho mejor, en paz.


Doña Lupe ya fue al SEMEFO a dar pruebas de su ADN. Dice que hay muchísimos cuerpos ahí guardados y no entiende, “¿Por qué son tan ingratos, por qué no los entregan?”. Sabe de casos de otros jóvenes de su colonia que también están desaparecidos, amigos de su propio hijo. Supone que tal vez los cuerpos que hay en SEMEFO no sean el que ella está buscando, pero se pone en los zapatos de las otras madres, que podrían ya tener los restos de sus seres queridos. Esta parte de la nota la quitan los editores.

Recuerda que vio en las noticias que hay muchos cuerpos que encuentran en Michoacán y ella quisiera que también compararan su ADN con el de aquellos, pero no tiene los recursos para trasladarse a cada estado donde localizan cadáveres sin identificar. Tampoco aparece en la mocha nota.

Casos como el de doña Paty y doña Lupe abundan en el pueblo mágico, aunque muchos de ellos nunca se llegan a saber.

Hay quienes están amenazados y uno debe ser cuidadoso al momento de publicar información sobre fantasmas. Es algo que aprendí a la mala:

Cuando descubrí la carpeta verde repleta de casos de extravíos que está guardada en la Comisaría de la policía, comencé a interesarme por ella. Un día estaba abierta la carpeta en el más reciente caso y disimuladamente le tomé una foto con el celular mientras la policía en turno estaba distraída.

Busqué en dos ocasiones a la familia en el domicilio que pusieron en el reporte, sin localizarlos. A la tercera tampoco me abrieron, pero iba pasando una señora que me preguntó a quién buscaba y le dije que quería saber sobre el caso del joven tal. Me dijo que ella era su abuela y me confirmó que estaba desaparecido, pero dijo que lo mejor era que buscara a la mamá. Le dejé en una hoja mis datos y me fui a mi casa.

Yo quería hablar el asunto personalmente con la familia, pero ante la insistencia de mi jefe para que ya publicara el caso, decidí llamar por teléfono al número que los familiares pusieron en el reporte. Me contestó una señora y cuando le dije que era del periódico y quería saber información sobre el caso del joven tal, me respondió que no sabía nada. Le dije que si ya lo habían localizado y me repitió que ella no sabía nada. Colgamos.

Entonces mi jefe me dijo que publicara la nota con los datos que tenía, porque ya había aparecido en feisbuc el caso, lo había publicado una hermana del desaparecido y no quería que la competencia nos fuera a ganar la nota. Como el idiota inútil que soy, escribí la nota.


Al otro día apareció impresa como principal en la primera plana. Justo cuando llegué a la oficina, alguien habló a la recepción preguntando por el que había escrito la nota. Contesté y era la señora con la que había hablado el día anterior, la que no sabía nada. Estaba más que encabronada. Me dijo que no tenía yo derecho a sacar esa información si ella no me había autorizado. “No sé cómo le va a hacer, pero quiero que saque de circulación todos los periódicos”, me exigió.

Yo tenía la panza hecha un nudo, con las mariposas que alguna vez vivieron ahí totalmente muertas y revueltas. Le dije que no sabía si eso era posible pero que si quería podía hacer una aclaración en el periódico de mañana. “¡Cuál mañana! ¡Hoy me saca de circulación ese periódico o lo voy a demandar! A ustedes no les importa nada, sólo lucran con el dolor ajeno”, respondió.

Le dije que vería con mi jefe qué se podía hacer y colgamos. Mi cerebro comenzó a dar vueltas y a especular. ¿Y si los responsables de la desaparición advirtieron a la familia que no dijera ni hiciera nada, y ahí voy yo como pendejo a publicarlo? ¿Y si lo matan cuando vean su cara en primera plana? ¿Y si luego vienen por mí?

Mi jefe intentó tranquilizarme diciendo que la misma familia lo hizo público en las redes sociales, que nosotros no lo hicimos con mala intención, que no habíamos publicado nada que fuera mentira. Lo cierto es que yo me sentía una basura.

Soy un poco duro de cabeza y la técnica de aprendizaje que más me ha funcionado en la vida es cagarla. Ni los cursos y clases de ética periodística me enseñaron tanto como aprendí ese día. Ahora procuro no publicar nada en el periódico si no me han autorizado los involucrados y no me parece que esté mal sacar una nota sin nombres, sin domicilios, lo que me interesa es la historia.

Que al cabo, para publicar mis cagadas y estupideces está este blog, que nadie lee.

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