viernes, 8 de octubre de 2010
¡Qué asco me dan los gays!
¡Qué asco me dan los gays!
Marta Lamas
Revista Proceso - 10 de Enero de 2010
La legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo, junto con el derecho a que adopten criaturas, ha desatado una andanada de respuestas críticas entre las que sobresalen las campañas de odio homofóbicas. Lo de los obispos era previsible, aunque no en ese nivel (el obispo de Aguascalientes, ignorando a Darwin, dijo: “Ni siquiera los perros hacen sexo con perros de su mismo sexo”). En la Ciudad de México, por lo que muestran las encuestas y la red de conversaciones, se ha alcanzado un nivel civilizatorio muy aceptable aunque no faltan los que sueltan frases del tipo de: “Yo estoy a favor de que las parejas homosexuales tengan derechos, ¡pero la verdad me da asco pensar lo que hacen en la cama!”
Hace tiempo la antropóloga británica Mary Douglas explicó, en su famoso libro Pureza o peligro, que el asco no sólo es una reacción biológica, sino que básicamente es una construcción humana: lo que nos da asco depende de nuestra percepción de las reglas sociales, o sea, de nuestra cultura. La homofobia es una combinación de asco, miedo y odio, pero como no es políticamente correcto sentir odio por los homosexuales, y como nadie acepta tener miedo (¿a la atracción?), el asco resulta ser el sentimiento que se manifiesta más frecuentemente. Se siente asco por aquellas personas a las que se desprecia (en ocasiones también lo provocan los políticos). El asco es el sentimiento despectivo cuya siguiente etapa es un rechazo muy activo.
El problema político con el discurso del asco es que deriva en prácticas excluyentes, incluso, represivas. La antropóloga peruana Rocío Silva considera que el asco es una forma de construir una “otredad”. Las fronteras entre lo que aceptamos y lo que nos da asco crean una división entre “nosotros” y los “otros”. Silva llama basurización simbólica a una forma de organizar al otro como elemento sobrante de un sistema simbólico. La Iglesia católica acepta únicamente la heterosexualidad reproductiva, y condena la homosexualidad como motivo de abominación. Así, el dogma católico, entretejido en la cultura mexicana, alienta la basurización simbólica de las personas homosexuales. Este tipo de asco “ideológico” genera no sólo rechazo a la otredad, sino también miedo teatral a la contaminación. Por eso, además de ver a lesbianas y gays como seres degenerados o anormales, se les considera peligrosos y se teme que “corrompan” a los demás.
Los seguidores del Vaticano no se preguntan por qué varios países han borrado toda referencia al sexo en los contratos matrimoniales ni indagan por qué se permite a parejas del mismo sexo adoptar. Desconocen que sociedades preocupadas por hacer efectivo el principio de no discriminación encontraron lo negativo que era normar la ciudadanía a partir de la vida sexual, y eso condujo a cambios legales para dar igualdad jurídica a la diversidad sexual. Contar con una legislación que explícitamente vea en la homosexualidad una conducta lícita ha sido un avance democrático indudable, aunque, como bien nos explicó el obispo Lozano Barragán, esa forma de amar impide llegar al cielo.
Ahora bien, la basurización simbólica que en nuestro país se hace de las lesbianas y los gays se apoya en la ignorancia cerril de quienes desconocen los planteamientos éticos y políticos, psicoanalíticos y antropológicos que han llevado a reformular el estatuto social y jurídico de la homosexualidad. En México amplios sectores de la población aún ven en la homosexualidad una degeneración asociada con pedofilia, pederastia y prostitución. Las patéticas muestras de intolerancia de los funcionarios del Vaticano en nuestro país y el asco “moral” que expresan algunos sectores de la población hablan no sólo del desprecio por los otros, sino también de su autocomplacencia: “Te agradezco, Señor, que no me gusten los vecinos o mis acólitos”, algo no pronunciado por Marcial Maciel.
La reciente reforma en el Distrito Federal, concebida como una acción antidiscriminatoria, no va a impulsar por sí sola una mejor comprensión sobre la sexualidad humana ni tampoco va a esclarecer cómo se construye la orientación sexual. Si bien la estricta aplicación del principio de igualdad obliga al debate público sobre el tema, es muy probable que la carencia de información científica al respecto haga que se ventilen prejuicios y opiniones personales.
Como las fuerzas conservadoras van a impugnar la decisión de la mayoría de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, no estaría de más una discusión pública sobre el asco, la basurización simbólica, la discriminación y el principio de igualdad. Eso sí, habría que compartir un piso mínimo de conocimiento con una serie de lecturas básicas; por ejemplo, la de Mary Douglas. Ella explica que en muchas culturas lo situado en lugares inadecuados provoca asco. ¿Será por eso que las personas que piensan que las lesbianas y los gays que quieren casarse y tener una familia están “fuera de lugar” también suelen sentir asco?
¿Qué es lo opuesto al asco? ¿El amor, el respeto, la indiferencia? ¿Por qué hay gente capaz de decir: “Yo respeto que cada quién haga de su vida un papalote, pero me da asco pensar en dos hombres o dos mujeres ayuntándose”? No da asco lo que se respeta. Hay mucho sobre lo cual reflexionar y seguiré en mis próximas colaboraciones.
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