jueves, 15 de julio de 2010

San José del Pacífico

La altitud de las montañas.

Toca el suelo con sus pies desnudos, baja lentamente de la camioneta que lo llevó hasta ese lugar pues tiene un mareo solo explicado por la falta de costumbre de estar en altitudes elevadas, da las gracias al chofer, toma su morral de viaje y mira a su alrededor.

La niebla que cubre la superficie del suelo hace que las puntas de sus dedos sientan frío y que se sienta tal como si estuviera pisando algodón recolectado y esparcido en pilas por toda la tierra a su alrededor. Tras cinco minutos en la misma posición dejó de sentir los pies, entumecimiento a causa de lo helado del piso, entonces se decide, empieza a caminar.

Camina, o en realidad flota, sobre las nubes esparcidas, se dirige a un café, lo primero y más cercano que ve, bebe un té de limón; mira al interior del local, un sin fin de imágenes, esculturas, figuras de barro, arcilla, cerámica y tela: "la zona de los alucinógenos", le dicen al observar su estupor por verse rodeado de tan variadas representaciones de hongo.

Hace un saludo a una pareja sentada en sillas de madera, en silencio, fuera del café, éstos le responden calurosamente, y comienza a flotar en dirección del cerro; hay un camino que sube, todavía se puede subir más.

Viajando en dirección al cielo encuentra a su paso casas de madera pintadas con diversos colores, guajolotes destinados a la comida del día, niños jugando con la desnudez pura de su edad, mujeres lavando en el pilón comunitario, la iglesia con una explanada que da una vista panorámica de la región, es entonces que se da cuenta que ha subido más de lo que había pensado, caminar con el frío estimulante es, para él, mil veces más entretenido que soportar el sofocante calor, dado lo cual siguió su paso flotante.

El mareo se le va quitando a cada nueva ráfaga de viento que le llega a su rostro; tras una hora comienza a sentir un ligero cansancio en sus pies, un poco maltratados ya por la inobservable superficie que pisaban; recostose bajo un árbol a la orilla del camino, viendo el cielo blanco, y las aves que pasaban por entre las ramas, pensando que nadie las vigilaba a esa altura.

Reconoce algunas cuantas de aquellas aves: cenzontles, gorriones, petirrojos, azulejos de gran tamaño, verdines, canarios, pero también observa muchas que nunca ha visto, algunas con la cola más larga que su cuerpo mostrando colores que iban del verde al azul, por un momento cree que es un quetzal, pero era imposible por su tamaño; otros ofrecen un pecho amarillo que se logra divisar a través de la neblina y unas largas alas negras que les alzaban al vuelo; todos emiten sus sonidos sin recato, juntos forman una hermosa melodía mezclándose con las percusiones del viento golpeando la copa de los árboles y la rítmica casi imperceptible de los roedores que atraviesan el campo corriendo con sus patitas recortadas; disfruta de aquel melódico conjunto de ruidos, recostado aun sobre la hierba.

No sabe cuánto tiempo lleva en aquel sitio pero cree que es momento de continuar caminando, se eleva nuevamente sobre las nubes, que se han hecho más espesas que antes, observa al horizonte y éste comienza a perderse; el camino deja de subir e inicia un descenso, es lo más alto del lugar, lo más alto que jamás ha estado, al menos lo cree así en ese instante.

“Es momento de bajar”, se dice en voz alta, como para que la naturaleza que le rodea le escuche y le siga, no vaya a ser que decida quedarse en ése alto lugar temiendo algún peligro.

Así comienza la bajada por el mismo camino, la niebla comienza a subir cada vez más, las aves se fueron a resguardar del frío pese a su petición, mas ahora son nubes bien formadas las que le acompañan camino abajo, las toca con los dedos de sus manos, las aspira, siente su aroma a agua condensada y ríe junto con ellas, ríe como una nube a la vez que camina entre ellas.

Sin darse cuenta se encuentra de nuevo en donde comenzó a subir, autos pasan esporádicamente por la carretera, esa carretera que conduce a la costa y que para ello debe pasar por la Sierra, en la que tiene que subir para después bajar, dicho camino llega al punto más alto de la cadena montañosa, que es en el que él se encuentra, de esto se entera sin haber necesitado de los datos que se lo confirmasen.

Camina por la orilla de la carretera antes de que las nubes tapen la vista a los conductores, encuentra una cabaña de la cual sale un aroma que le atrae, entra y saluda con cortesía, le ofrecen una taza de chocolate, café y algo de comida.

Feliz de ese encuentro sale a sentarse en un balcón que da al vacío montañoso, los árboles muestran sus troncos, más abajo otros muestran sus copas, ve algunos mapaches y varias ardillas que van pasando de un lado al otro; las nubes que hace unos momentos le hicieran compañía le ven y lentamente inician un ascenso que las acerque a él.

Es buen momento, toma una pluma, papel y comienza a escribir; mientras escribe recuerda cosas, dibuja mapas, piensa en el cariño y bebe su chocolate; el sabor de esa bebida explota en su paladar con ese dulzor tan especial que nunca había sentido y jamás olvidará, aspira el vapor que sale de su taza de cerámica cristalizada, el aroma invade todo su cuerpo, el ligero calor que necesitaba, su cuerpo se ilumina en medio de la densa blancura.

Termina su chocolate molido y es tiempo del café, dulce olor a canela mezclado con el de la humedad del entorno, bebe y continúa escribiendo, las aves más aventuradas y nada temerosas del frío y del viento, continúan volando y cantando a su alrededor, el horizonte ya no existe, ahora todo es blanco, solo alcanza a distinguir sus extremidades, su propio cuerpo, la hoja llena de letras y el humo que sale de su taza.

Siente el aire frío por todos los poros de su piel, las nubes quieren entrar a su cuerpo y por eso comienzan a rodearlo; se levanta, camina hacia el precipicio, encuentra una escalera que da al bosque, baja, se encuentra otra vez sintiendo la tierra, piedras y pasto en sus plantas y en medio de sus dedos, algunas hacen cosquillas o tocan puntos muy sensibles que le hacen estremecerse; camina por entre los árboles, no sabe si se ha alejado mucho de la cabaña, pero se detiene al ver una gran mata llena de flores azules, moradas y blancas que miran hacia abajo, con pétalos largos, semejando campanas que son sostenidas por ramas verdes, la planta es tan grande que se puede ver el interior de sus flores con solo mirar hacia arriba, decide recostarse para inspeccionarla, siente la tierra por todo su cuerpo.

Unos chapulines saltan, un colibrí se acerca esparciendo con sus alas la niebla, el ave extrae néctar de las flores que está observando; siente que algo camina por sus brazos, se trata de un escarabajo, de color azul platinado, brillante, lo observa fijamente, se levanta y lo coloca suavemente en su palma admirando esa coraza tan brillante.

En ese momento cierra los ojos, en todo el trayecto no lo había hecho, pero en ese momento algo le lleva a ello, todo se vuelve rojo, con algunas manchas naranjas, todo se mueve y hace un movimiento para sentarse.

Dura así un tiempo indefinido, disfrutando las tonalidades y formas que su mente combina con tan alta estética, siente estar en el cielo, a una altura superior de la que en realidad se encuentra, ahora todo es azul con plata, cascadas suben entre filas de nubes que encandilan, todo hace un círculo y se pierde, se deja caer, sigue recostado; es imposible describir todo lo que en ese momento observó, con los ojos dirigidos hacia su interior, un giro de 180 grados de sus órbitas oculares; de repente, sin saber por qué, abre los ojos.

Su sonrisa es completa e irradiaba felicidad; sin saber cómo, encuentra el camino hacia la cabaña en que están sus objetos, los toma; la blancura se espesa, como puede observar.

Sale de la cabaña, la carretera ha desaparecido y no se ven seres humanos en las calles, un burro cargado y amarrado se da un festín con pastura que tiene cerca.

Sube por la carretera hasta el café que le dio la bienvenida en primer instante, pide té de limón, espera pacientemente la camioneta que lo lleva de nuevo por donde llegó a este lugar, da una vuelta con sus ojos a su alrededor, todo en el interior del local es igual excepto por la pareja que se encontraba sentada afuera; escucha el sonido de la camioneta, la ve acercarse, sube.

Mientras piensa en lo hermoso de todo lo que vio, pide la hora, no ha pasado mucho tiempo; sentado, solo le quedará una duda, si toda esa belleza que experimento en el viaje fue real, si de verdad estuvo ahí junto a él, o solo era un efecto primario o secundario de aquel hongo que le dieron a probar una mujer y un hombre indígenas, con preciosos vestidos típicos, ella de gran tocado, él con sombrero, sentados en madera afuera del café al que llegan todos los caminantes a ese alto territorio de la Sierra Oaxaqueña…

1 comentario:

Greiss dijo...

Yo sé por ti, en tu cuento, que fue real, tanto, que los hongos exaltaron lo que de por si ya es sublime.
Me alegro por ti y no dejo de soñar con que algo así me toque también a mí.