lunes, 31 de mayo de 2010

El último hombre muere primero




Juan Villoro
Proceso


Robert Enke se encontraba en un momento clave de su vida deportiva. Los conocedores le daban un puesto en la selección alemana que estará en Sudáfrica 2010. Guardameta por elección de vida, compaginó sus depresiones crónicas con las afrentas semanales de la portería, el cargo más ingrato dentro de un equipo de futbol. Acostumbrado al martirio, negado para el gozo, como lo definió su padre, Enke decidió una tarde caminar hacia las vías de un tren y acabar de una buena vez con las torturas de su mundo



El martes 10 de noviembre de 2009 Robert Enke, portero del Hannover 96 y de la selección alemana de futbol, hizo su última salida al campo. Aunque ese día no había prácticas, le dijo a su esposa que iba a entrenar. Subió a su Mercedes 4x4 y se dirigió a un pequeño poblado cuyo nombre quizá le pareció significativo: Himmelreich (Reino del Cielo). Cerca de ahí hay un descampado por el que corren las vías del tren.

El guardameta dejó su cartera y sus llaves en el asiento del vehículo y no se molestó en cerrar la puerta. Caminó a la intemperie, como tantas veces lo había hecho para defender el arco del Jena, el Borussia Mönchengladbach, el Benfica, el Barcelona, el Fenerbahce, el Tenerife o el Hannover 96. A 300 metros de ahí, es decir, a unas tres canchas de distancia, estaba enterrada su hija Lara, muerta a los dos años.

Un portero ejemplar, Albert Camus, dejó los terregales de Argelia para dedicarse a la literatura. Acostumbrado a ser fusilado en los pénaltis, escribió un encendido ensayo contra la pena de muerte. Su primer aprendizaje moral ocurrió jugando al futbol. Años después, escribiría: “No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio”.

Morir a plazos es la especialidad de los porteros. Sin embargo, muy pocos pasan de la muerte simbólica que representa recibir un gol a la aniquilación de la propia vida. Enke fue más lejos que la mayoría de sus colegas. Su muerte, de por sí dolorosa, llegó con un enigma adicional: estaba en plenitud de su carrera y podía defender la portería de su país en el Mundial de Sudáfrica.

El número 1 de Alemania suele ejercer un inflexible liderazgo. Sepp Maier, Harald Schumacher, Oliver Kahn y Jens Lehmann se han ubicado entre los tres palos con seguridad de decanos de la custodia. A los 32 años, Enke pasaba por un buen momento deportivo. En su extraña ruleta interior, un fracaso hubiera sido preferible. Odiaba la presión pero desde los ocho años, cuando entró a las fuerzas inferiores del Jena, sólo pensaba en atajar balones.

Casi siempre, los niños desean ser goleadores. Corresponde a los gordos, los muy altos, los lentos o los raros resignarse al puesto que obliga a tirarse y maltratar la ropa en el patio del colegio. El numero 1 es el último en un equipo. El recurso final. Sólo en sitios que valoran mucho la resistencia se convierte en favorito.

En Alemania, incluso la academia ha tenido que ver con las heridas. Max Weber ostentaba con orgullo la cicatriz que le había dejado un duelo con un miembro de una fraternidad estudiantil enemiga. El niño que opta por ser guardameta tiene las rodillas raspadas y se ensucia con el lodo del sacrificio. En el país donde Sepp Maier fabricaba guantes blancos para enfrentar un destino oscuro, Enke quiso ser portero.

Defender el destino de Alemania en el Mundial de 2010 podía llevarlo a la gloria. Sin esa oportunidad decisiva hubiera estado más sereno.

Sus verdaderos problemas profesionales habían ocurrido tiempo atrás. Debutó con el Jena en 1995, donde sólo estuvo una temporada. En 2002, después de varios años de regularidad con el Borussia Mönchengladbach, dio el anhelado salto a un club grande de Europa, el Benfica de Portugal. Aunque cautivó a la afición, llegó en una época turbulenta; tuvo tres entrenadores en un año y decidió aceptar un puesto más tentador, sin saber que sería el peor de su vida. “Ninguna posición en el futbol es tan exigente como la de portero del Barcelona”, diría después. En la sufrida era del tiránico Louis van Gaal, Enke fue el frágil defensor de la portería barcelonista. Aún se le culpa por la eliminación ante una escuadra de tercera división en un partido de la Copa del Rey.

Barcelona consagra o aniquila. Fue ahí donde Maradona se entregó a la cocaína; fue ahí donde Ronaldinho triunfó y quiso superar las presiones del éxito con la variante brasileña del psicoanálisis: las discotecas. Fue ahí donde Enke padeció sus más severas depresiones.

Con resignación, el emigrado alemán aceptó defender la puerta del Fenerbahce, en Turquía, y de ahí pasó a una discreta isla europea: fue guardameta del Tenerife, en segunda división. En 2004, cuando el borrador de su biografía trazaba un fracaso, recibió la oportunidad de regresar a Alemania con el Hannover 96.

La experiencia es la gran aliada de los porteros y Robert Enke demostró que merecía un segundo acto. La revista Kicker lo nombró mejor guardameta de Alemania. Ciertos jugadores sólo se enteran de que no están hechos para salir de su país cuando una cancha extranjera se mueve bajo sus pies. Enke necesitaba el suelo de Alemania. De vuelta en su ambiente, recuperó la regularidad y los ánimos.

Entonces, la vida privada le presentó severos desafíos. En 2006, su hija de dos años, Lara, murió a causa de una deficiencia cardíaca. Su esposa y él adoptaron a otra niña, Leila. La seguridad del portero había aumentado, pero su paranoia encontró otra salida: temía que se conociera su estado depresivo y le quitaran la custodia de su hija. Obviamente se trataba de una fantasía autodestructiva.



El pecado de estar triste



Con frecuencia, el número 1 había sufrido depresiones. No le faltaba apoyo. Teresa, su mujer, se había convertido en una mezcla de enfermera y orientadora sentimental, y su padre, Dirk Enke, es psicoterapeuta. El Dr. Enke trató de rebajar la importancia que su hijo concedía al fútbol. Continuamente le enviaba mensajes de texto para preguntarle por su estado y le repetía que el bienestar personal es más importante que el triunfo deportivo.

Pero ya era tarde para una pedagogía paterna. La auténtica educación de Robert Enke había ocurrido en las canchas. El futbol de alto rendimiento está sometido a una exigencia extrema. En ese entorno, cuando alguien se siente mal, se informa que no podrá jugar porque lo atacó un “virus”. No se habla de asuntos personales; sólo los débiles los padecen.

Es posible que Alemania haya inventado la aspirina como una paradoja para recordar que nada es tan importante como soportar el dolor.

En 1991, a siete partidos de su retiro, Harald Schumacher, exguardameta de la selección alemana, hombre con pinta de mosquetero que adquirió triste celebridad por despojar de varios dientes al francés Batisson en el Mundial de España, dio una entrevista a André Müller para el semanario Die Zeit.

Para entonces, jugaba en Turquía y había sido expulsado de la selección por sus declaraciones sobre la corrupción y el uso de drogas en la Bundesliga. En su último lamento como cancerbero dijo: “La gente cree que soy frío porque soporto el dolor. Una vez le pedí a mi esposa que me apagara un cigarrillo en el antebrazo y sufrí tanto como ella. Todavía tengo la cicatriz. Quería demostrar que uno puede soportar lo que se propone. No soy un bloque de mármol. Soy vulnerable como cualquier otro. Sólo soy brutal conmigo mismo. No soy un genio como Beckenbauer. No he heredado nada. Estamos en el purgatorio. Cuando deje de sentir dolor, estaré muerto”.

El área chica de Alemania es un purgatorio al aire libre. En 1897, Émile Durkheim publicó su monumental investigación sociológica El suicidio. Una de sus aportaciones fue vincular la tendencia de ciertas personas a quitarse la vida con la anomia que padece la sociedad entera. Las causas del suicidio siempre son particulares, pero al final del año se cumple una cuota fijada por la sociedad.

Sería simplista pensar en Enke como parte de una tendencia nacional, pero vivió en un entorno de severa exigencia donde las excusas no podían tener lugar. No cumplió con un código de honor samurai, que pudiera ser celebrado por los suyos. En la ceremonia luctuosa que se llevó a cabo en el estadio del Hannover 96 el sufrimiento embargó a todo el futbol alemán y acaso servirá de estímulo a futuros triunfos. En los Mundiales, transformar el calvario en éxito ha sido una especialidad alemana. Hace unas semanas, en su último partido en Inglaterra, Michael Ballack, capitán de la selección, quedó fuera de la justa por una lesión. Como Suiza ‘54, cuando Alemania venía de la niebla y la noche de la posguerra, Sudáfrica es una oportunidad para demostrar que ningún otro país convierte con tanta eficacia el dolor en épica.

Portento de la entrega y la disciplina, la nación que ha conquistado tres veces la Copa del Mundo y ha sido cuatro veces subcampeona, suele estar integrada por neuróticos que no se hablan en el vestidor pero son aliados inquebrantables en el césped. “El portero de la selección nacional es el símbolo de la fortaleza física”, escribió Der Spiegel a propósito de Enke: “Debe ser impecable. Controlado. Seguro de sí mismo. No hay empleo más duro en el futbol, y Enke lo había obtenido”.

Su círculo más próximo de amigos y familiares estaba al tanto de la severidad con que se juzgaba y la fragilidad con que reaccionaba. “No podía gozar nada”, ha dicho su padre, el terapeuta Enke.

Cuando el último hombre del equipo pierde la concentración, sella su destino. Moacyr Barbosa fue el primer portero negro de la selección brasileña y tuvo una carrera admirable, pero todo mundo lo recordará por su error en la final de Maracaná, en 1950, impidiendo que Brasil alzara la Copa Jules Rimet.

Luis Miguel Arconada fue un portero sólido, de la estirpe vasca a la que pertenecen Iríbar y Zubizarreta; sin embargo, todas sus atajadas se esfumaron en 1984 cuando recibió el gol más sencillo del mundo en la final de la Copa Europea de Naciones, permitiendo que Francia doblegara a España.

La responsabilidad del portero es absoluta. Su puesto se define por el error posible.

“Quisiera ser una máquina”, dice Schumacher. “Me odio cuando cometo errores. ¿Cómo podría combatir si me importara un carajo el resultado? Vivimos en una enorme fábrica. Cuando no funcionas, el siguiente te remplaza. Supongo que sólo la muerte cura las depresiones”.

Estas declaraciones de Schumacher prefiguran el destino que uno de sus sucesores tendría casi veinte años después.

Algunos guardametas tratan de aliviar los nervios con supersticiones (escupen en la línea de cal, colocan a su mascota de la suerte junto a las redes, rezan de rodillas, usan los guantes raídos que les dio una novia que no se casó con ellos pero les trajo suerte). Otros buscan vencer la preocupación con altanería, considerando que un gol en contra no vale nada. Pero es raro que no tengan un alma en crisis. Schumacher convirtió esa tensión en dramaturgia: “A veces me concentro con el odio y provoco al público. No sólo juego contra los otros once. Soy más fuerte rodeado de enemigos. Cuando la mierda me llega hasta arriba, sé que puedo resistir. Un atleta no se hace creativo con amor sino con odio”. Enke nunca tuvo esta claridad para revertir en méritos emociones negativas, pero heredó la cabaña de Schumacher y sus redes tensadas por la furia.

Cada posición futbolística determina una psicología. El portero es el hombre amenazado. En ningún otro oficio la paranoia resulta tan útil. El número 1 es un profesional del recelo y la desconfianza: en todo momento el balón puede avanzar en su contra.

La gran paradoja de este atleta crispado es que debe tranquilizar a los demás. En su ensayo “Una vida entre tres palos y tres líneas”, escribe Andoni Zubizarreta: “Cuando me preguntan cuál debe ser la mayor virtud del portero, contesto sin dudarlo que la de generar confianza en el resto de los jugadores”. El equipo debe ir hacia delante, sin pensar en quién le cuida la espalda. “Claro está que, para no transmitir dudas, es fundamental no tenerlas”, añade Zubizarreta: “El portero no puede ser de carácter inseguro”. Inquilino del desconcierto, el guardameta vive para no aparentarlo. Es el pararrayos, el fusible que se calcina para impedir daños mayores.

Enke tenía una extraña sed de serenidad. No quería asumir la postura de artista del dolor del inimitable Schumacher. Pero, como su padre señala con agudeza, “no fue suficientemente fuerte para aceptar sus debilidades”. Prefirió ocultarse, negar su sufrimiento, como un alumno del colegio que teme ser castigado.

“Si me atendiera en una clínica psiquiátrica, tendría que abandonar el futbol”, dijo Enke pocos días antes de morir. La tristeza no puede decir su nombre en un estadio.

En Cultura y melancolía, Roger Bartra explica que durante siglos la melancolía fue vista como una dolencia judía, “un mal de frontera, de pueblos desplazados, de migrantes, asociada a la vida frágil, de gente que ha sufrido conversiones forzadas y ha enfrentado la amenaza de grandes reformas y mutaciones de los principios religiosos y morales que los orientaban”. En términos futbolísticos, el portero es el hombre fronterizo, condenado a una situación limítrofe, el que no debe abandonar su área, el raro que usa las manos. Si el Dios del futbol es el balón, el arquero es el apóstata que busca detenerlo.

El cuadro más célebre del arte alemán es el retrato secreto de un portero derrotado. En Melancolía I, Durero dibuja a un ángel en la actitud de meditar bajo el nefasto influjo de Saturno. Después de un gol, todo portero es el ángel de la melancolía. Sentado en el césped, con las manos sobre las rodillas o la cabeza apoyada en un puño, el cancerbero vencido simboliza el fin de los tiempos, la sinrazón, la pura nada.



La última jugada



¿Qué hacen los alemanes ante la depresión? “Las mujeres buscan ayuda, los hombres mueren”, responde el Dr. Georg Fiedler, quien dirige el Centro de Terapia para Tendencias Suicidas de la Clínica Universitaria de Eppendorf, en Hamburgo. Para él, el número 1 del Hannover 96 pertenece a una clara tendencia social. Aunque el diagnóstico de depresión es dos veces más alto en las mujeres, la tasa de suicidios es tres veces más alta en los hombres.

La prueba más ardua que padeció Enke fue la muerte de su hija Lara. Él dormía a su lado en el hospital. Después de un entrenamiento estaba tan agotado que no se despertó cuando las enfermeras luchaban por mantener a su hija con vida. No se perdonó que ella muriera mientras él dormía. Aunque no podía hacer nada, el guardameta había nacido para la responsabilidad y la culpa.

Seis días más tarde, el 23 de septiembre de 2006, defendió la portería de su equipo. “Alemania admiró a este Robert Enke”, escribió Der Spiegel: “Admiró la calma. La claridad de todo lo que decía, y más aún de lo que hacía. Era infalible”.

La obligación de actuar sin faltas fue el castigo y la pasión del extraño Robert Enke. No podía dejar aquello que lo tiranizaba. Sin duda, esto tiene que ver con un oficio que privilegia la obtención de resultados sobre el placer de obtenerlos y es incapaz de ofrecer una formación integral, más allá de los deberes en la cancha.

El mundo del futbol parece ser demasiado importante y poderoso como para que los destinos individuales cuenten. El joven Werther se mató por una decepción amorosa del mismo en que el poeta Kleist se mató en cumplimiento de su amor. Enke ofreció otra muerte ejemplar. Si todo portero es un suicida tímido, que enfrenta la metralla lanzándose al aire, él dio un paso más.

El 10 de noviembre de 2009, el guardameta caminó por la hierba crecida, bajo un cielo encapotado. En su tipología del suicidio, Durkheim no incluyó a los que se lanzan bajo las vías del tren. Ese acabamiento se reserva a Ana Karenina y al portero de Alemania.

A las seis de la tarde con 17 minutos el exprés 4427, que hacía la ruta Hannover-Bremen, pasó con acostumbrada puntualidad. El torturado Robert Enke se lanzó ante la locomotora con la certeza de quien, por vez primera, no tiene nada que detener.

1 comentario:

Chinocochino dijo...

Creo que alguien está verdaderamente enamorado de Villoro.