miércoles, 26 de mayo de 2010

Guadalajara es una sucursal del infierno Crónica a causa de una memoria senil.


Sudar, gritar, pitar, acelerar, escurrir, derretirnos… desde hace tres días esa es la rutina de Guadalajara. Los periódicos dicen que la cosa va mal, pero ella, la señora que lleva de la mano a su hijo ha permitido que el chiquillo tire la basura al suelo. Las noticias reportan una onda de calor que se traga el país, pero la verdadera onda es traer poca ropa para que las carnes se desborden, el termómetro marca arriba de los 35 grados en una ciudad que hace veinte años no sabía que era arriba de los 25 grados Celsius. Recuerdo a la señora y a su chiquillo y concluyo: es el calor o el infierno ha puesto una sucursal en el terreno tapatío. Lo peor de todo es tengo que me alisto para salir a la calle.

Son las 2 de la tarde del sábado, por una distracción no he podido llegar a tiempo a la cita que estaba pactada a las 10 de la mañana. Victima de mis lagunas mentales había olvidado por completo la cita hasta que el mensaje hizo vibrar el celular “que onda tu, a qué hora vienes, no mames no más estoy yo aquí, así jamás vamos a terminar”

Había que hacer un trabajo en equipo para la clase de comunicación política donde hablamos de todo menos de grilla, nos da hueva hablar de huevones. Ese sábado había comenzado con las obligaciones morales atendiendo el negocio familiar y con ganas de escribir la historia del policía que no sabe hablar español correctamente, trae una pistola que no tiene balas, usa una placa que no es placa porque está adherida a su camisa, y cada que llega a la tienda expone su mal salario al pedir algunas cosas fiadas. No usa cartera porque eso es para billetes, no tiene familia porque eso es para gente estable, él sólo es velador de una de las tantas fábricas que están por mi casa.

Ayer viernes habría transcurrido una semana desde que mi cabellera muto a una cosa chistosa de menos de 1 centímetro de largo. Cortarme el pelo a rapa había pasado de ser un sacrificio a una delicia en menos de siete días. Aunque tengo que aclarar que el calor quema más de abajo que de arriba. Con mis shorts y mis caminatas vespertinas de la glorieta de los caballos al macrobus, que seguro son como 2 kilómetros, seguro seré un candidato potencial a desarrollar cáncer de piel. Esa tarde Mural, el periódico cuyas instalaciones son un bunker amurallado, había publicado que 37.1 grados centígrados podrían derretir hasta el mejor humor de cualquiera. Por eso, en mi caminata, los claxons se cansaron de sonar, la carpeta asfáltica era una gran plancha que me cocía las plantas de los pies, el agua de la glorieta de la minerva era el oasis en el desierto, aunque estuviera verde, enlamada y rayando en lo asqueroso.

Pero hoy, sábado, se me ha hecho tarde y con mis huaraches, bermuda y playera tomo el libro pendiente, del que me he aprendido frases completas, como la de que un médico trabaja con pelear contra la muerte y sabe que muchas veces va a perder, aunque su derrota es sobre todo la derrota del otro.
Tomo las llaves, el celular, unas monedas, y con la convicción de quedarme ciego en un camión me subo al macrobus en la estación José Clemente Orozco.
Un horno, de verdad que esto es un horno azul. Aquí las caras brillan, el señor sentado delante de mi escurre, gotea, es un bajante de minerales, agua y calor. Afuera hay 37 grados al sol, aquí adentro nos falta el aire pero nos sobra el agua propia. La señora que está a punto de sentarse a mi lado le sopla a la silla con una bolsa “es que está demasiado caliente, luego se me hacen granos” me dice como si le hubiera preguntado. Hubiera querido no saberlo, pero le sonrió cómplice del bochorno.

Si Juan volviera a vivir, seguramente sería un furioso incapaz de maldecir y mentar madres de tanto coraje que sus mandíbulas no podrían cerrarse. ¿El motivo? Muy simple, desde hace cuatro años mi abuelo Juan ya no está aquí, en su tierra y con los suyos, y en el mismo tiempo el centro histórico de Guadalajara ha cambiado. Muchos piensan que fue para mal, los políticos siempre dicen que es para bien. Juan nunca dijo nada al respecto.

Apesta, esa esquina donde Juan se hizo viejo pesando gente en una báscula en la calzada Independencia y Javier Mina es un infierno transitado por mortales. Al abrirse las puertas del horno azul se sienten las pieles pegajosas, brillosas y humedas. Con los niños noquedos en los brazos de su madre, con las faldas distractoras. El gel de los galanes se ha hecho engrudo y en las manos una botella de agua que dejo de estar fría hace media hora. Tomo el tren ligero, después el pretren, quiero llegar a una casa fresca, debajo de un árbol tirarme y sentir el verde pasto en mi pelona. Los diarios dicen que la cosa va mal… yo no la veo mal, la siento simplemente pecadora, esto es un infierno.

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