viernes, 28 de mayo de 2010
infancia es destino
Proceso 1751
Juan Villoro
Poco antes de disputar su primera final, Lionel Messi se quedó encerrado en un baño. El niño que no podía ser detenido por defensa alguno se enfrentó a una cerradura averiada. Faltaba poco para que comenzara el partido y Leo aporreaba la puerta sin que nadie lo escuchara. El trofeo de ese campeonato era el mejor del mundo: una bicicleta.
Otros hubieran cedido a las lágrimas y la resignación, otros más habrían agradecido no tener que demostrar nada en el campo. Leo rompió el cristal de la ventana y saltó hacia fuera. Llegó a la cancha con la seguridad de quien no puede ser detenido. Anotó tres goles en la final. El genio tenía su bicicleta.
El destino de Messi ha ocurrido al menos dos veces. Hijo de Celia y Jorge, nació en Rosario, provincia de Santa Fe, el día de San Juan de 1987, pero antes fue prefigurado en las tertulias del café El Cairo, y más precisamente en la “mesa de los galanes”, presidida por el maravilloso dibujante y escritor Roberto Fontanarrosa. Argentina es una fábrica de talentos futbolísticos que previamente son imaginados por los hinchas más verbalizados y fabuladores del planeta.
Después de enterarse, por Macedonio Fernández, de que vivir es distraerse de la muerte, Fontanarrosa escribió el relato “El cielo de los argentinos”, donde unos amigos comparten un asado y hablan de futbol. De pronto advierten que están muertos. Esto los hace muy felices: si han fallecido y comen carne mientras miran un partido quiere decir que han llegado al paraíso.
Rosario es la ciudad de César Luis Menotti y Marcelo Bielsa, contundentes retóricos del banquillo. En ningún otro sitio hay dos hinchadas que se enfrenten con tan leal encono. No en balde aceptan con orgullo apodos injuriosos: los Canallas de Rosario Central encaran a los Leprosos de Newell’s Old Boys. En una ocasión le comenté a un taxista de Buenos Aires que asistiría al partido Boca-River. “Eso no es nada”, contestó con presunción: “nosotros nos odiamos más”. Obviamente era de Rosario.
Si el espíritu de Pamplona se expresa en los sanfermines y el de Río en el carnaval, el de Rosario se reconoce por un rito único: “La paloma de Poy”. El 19 de diciembre de 1971, Aldo Pedro Poy, delantero de Rosario Central, se lanzó al aire para rematar de cabeza y vencer al guardameta de Newell’s Old Boys. Este momento de gloria se repite cada 19 de diciembre: “Mi problema ya no es tirarme, sino levantarme”, dice con humor el veterano Poy.
En la ciudad del Che Guevara, de Fito Páez y otros inconformes, Lionel Messi comenzó a deslumbrar con el balón a los cinco años. Su habilidad era única pero parecía cumplir un sueño largamente aguardado.
Leo debutó en el equipo del barrio, el Grandoli. Su primer técnico fue Salvador Aparicio. A los sesenta años, Aparicio había visto a toda clase de pibes chutar en su potrero. No esperaba mucho de aquel niño diminuto. Cuando presenció lo que hacía, sólo se le ocurrió un consejo técnico: “¡pateala!”. Messi recorría la cancha entera sin deshacerse de la pelota.
Más que goleador, La Pulga era un enganche, es decir, un vendaval que limpiaba el campo de adversarios para que otro se encargara de la tarea, históricamente vulgar en Argentina, de meter el gol.
Los videos de la época lo registran como una versión bonsái del Messi actual: el mismo don para el desborde y el cambio de ritmo, la misma alegría celebratoria. “Infancia es destino”, escribió el psicoanalista mexicano Santiago Ramírez.
A los ocho años, sus compañeros del colegio lo situaron al centro de la foto oficial del curso. Su carisma se debía a los alardes con el balón, pero también a la picardía de la mirada. No siempre hacía travesuras, pero tenía la gracia de quien las imagina.
Cuando jugaba a las cartas había que estar atento a sus maniobras: en cualquier momento hacía una trampa. Si perdía, desparramaba las barajas y se negaba a seguir jugando.
Su madre lo describe como “consentido”. Nada parece desmentir la hipótesis de que la gente lo ha querido, pero el destino le reservaba algunas pruebas.
En la vida de Messi todo ha sido cuestión de escala. Tenía ocho años cuando sus padres se preocuparon por su baja estatura. Lo llevaron al médico y supieron que le faltaba una hormona que permite el crecimiento. Había remedio, pero costaba mi 500 dólares mensuales, algo incosteable para la familia. Recibieron apoyo de dos compañías de Rosario. Una vez al día Leo se inyectaba en la pierna con una presencia de ánimo insólita en alguien de ocho años. Desde entonces, su destreza sólo sería superada por su voluntad.
Al cabo de dos años el dinero para las inyecciones no pudo seguir fluyendo. Newell’s Old Boys se negó a asumir el gasto y Messi viajó a Buenos Aires para probarse con River Plate. Era el más pequeño de los aspirantes y fue el último en entrar al partido. Sólo quedaban dos minutos de juego, pero Leo se hizo notar. “¿Quién es el padre?”, preguntó el responsable de la prueba. Jorge Messi salió detrás de una alambrada. “Se queda”, dijo el técnico.
La contratación no llegó a ocurrir. El club de la franja roja no quiso negociar el traspaso con Newell’s ni aceptó pagar el tratamiento médico para un crack indiscutible, pero de futuro incierto.
El sueño de Messi hubiera sido permanecer en Rosario, junto a los buques lentos que avanzan por el río Paraná, presenciando las tertulias de El Cairo y celebrando el “Día del Amigo Leproso”. Las ataduras sentimentales le vienen bien al futbolista. No hay nada más estimulante –ni más escaso– que un jugador que puede ser hincha de su equipo.
Juan Román Riquelme es un sedentario extremo del futbol. Se siente cómodo en la vibrante cancha de Boca y pierde la brújula y la mirada si viste una camiseta extraña. También Messi deseaba quedarse con los suyos, pero la suerte lo convirtió en la figura contraria a Riquelme: un nómada extremo.
En 2000 cruzó el océano para probarse con el equipo blaugrana. El Barça es más que un club. ¿Significaba eso que adoptaría a un grande de Rosario que curiosamente era un niño?
Los primeros días en Catalunya fueron complicados. El entrenador Carles Rexach se encontraba en Sidney. Leo y su padre lo aguardaron durante dos semanas en un hotel con vista a la Plaza de España. Memorizaron el paisaje y vieron con envidia el autobús azul que lleva al aeropuerto. No querían seguir ahí. Estaban por empacar cuando supieron que el entrenador regresaría al día siguiente.
Dicen que cuando el desenfadado Rexach entrenó en Japón, nunca se enteró muy bien de cuál de los dos equipos era el suyo. El día de su cita con Messi llegó al campo retrasado y con su habitual aire distraído. No le costó trabajo reconocer al argentino sobre el césped, pues era el más pequeño. “Hay que contratarlo”, dijo de inmediato. No se podía dudar sobre él. “¡Estuvo 15 días en Barcelona, pero sobraron 14!”, agregó Rexach con su gusto por las inolvidables frases extravagantes.
Para tranquilizar a la familia, el técnico firmó el “contrato” más delgado del futbol. El 14 de diciembre de 2000 tomó una servilleta de papel en un bar y escribió un párrafo en el que se comprometía a velar por el niño. El documento tenía el mismo valor legal que una plegaria en Montserrat, pero hoy en día es custodiado por Josep Maria Minguella, gestor de la contratación, como una valiosísima pieza de arte popular. El 1 de marzo de 2001 se firmó un contrato de verdad y la familia Messi se trasladó a Barcelona para apoyar a La Pulga.
Uno de los mayores desafíos de un futbolista es la administración de la soledad. Durante horas sin fin debe matar el tedio en cuartos de hotel. Esto se agrava cuando el jugador es un niño alejado de su entorno. Sin los pasatiempos ni los ravioles familiares, Leo descubrió que vivir en Barcelona era tan aburrido como chupar un clavo.
También sus hermanos se deprimieron. La madre decidió regresar a Argentina con ellos. Leo se quedó con su padre en la ciudad donde entonces envejecía otro extranjero: el gorila blanco Copito de Nieve.
A Messi le sobraban facultades, pero la historia del futbol está llena de talentos que se quedaron en el camino. ¿Valía la pena permanecer en Barcelona, lejos de la familia, sin recompensa certera a la vista?
Una tarde el padre de Messi no pudo más y propuso que volvieran. Otra puerta parecía cerrarse en la carrera del jugador. Pero a los 13 años Leo ya era un especialista en adversidades. El niño que escapó por una ventana para ganar su primer título, le pidió a su padre que se quedaran. En Rosario estaba el mundo pero en Barcelona estaba La Masía, la escuela de futbol donde se formaron Xavi, Iniesta y el propio Guardiola.
Rexach tuvo la generosidad de fichar a un jugador que no sería suyo. Él no duraría suficiente tiempo como entrenador para ver el debut de Messi.
El honor le correspondió a Rijkaard, quien supo llevarlo con buen ritmo y apoyarlo paternalmente durante su primera lesión grave. Después contaría con Guardiola, el técnico que interpreta mejor que nadie el valor de la infancia en el futbol. No en balde fue recogebolas en el Camp Nou. Al comenzar la temporada 2009-2010 advirtió que su plantel estaba algo restringido y comentó: “jugaremos con los niños”, en alusión a Pedro y Jeffren. Con Guardiola en el banquillo, el sitio de Messi estaba asegurado.
La mayoría de edad de Leo coincidió con su maduración futbolística. En 2005 cumplió 18 años, fue nombrado mejor jugador del Mundial Sub-20 y anotó su primer gol con el F. C. Barcelona. En 2007 confirmó su jerarquía en el Santiago Bernabeu: el 10 de marzo fue responsable de un hat-trick ante el equipo merengue.
Los números que Messi ha llevado en la espalda trazan la biografía de un ídolo. Debutó en el Barça con el 30 de los supernumerarios, avanzó al 19 de los novatos que responden y llegó al upgrade definitivo, el 10 que Pelé y Maradona convirtieron en sagrado y, sobre todo, que él llevó de niño en el uniforme rojinegro del Newell’s.
Las lluvias de goles y los seis títulos conseguidos con el Barça en la temporada 2008-2009 le concedieron el Balón de Oro. Al recoger el trofeo sonrió como un niño en una heladería. Esto no mermó su apetito, en la liga 2009-2010 igualó la estrepitosa marca de 47 goles de Ronaldo.
A los 22 años, Lionel Messi es el jugador más apreciado del planeta. En cada partido demuestra que el futbol es un deporte loco que no depende del físico. Su 1.69 de estatura no le impidió rematar de cabeza en la final de la Champions ante el inmenso arquero Van der Saar.
Su sello personal consiste en frenar en seco e iniciar una súbita carrera para sortear adversarios y tirar al ángulo desde fuera del área. Sin embargo, también inventa goles de simbólico artificio: consiguió el sexto título consecutivo del Barça empujando la pelota con el corazón.
El trauma que padeció Ronaldinho es una advertencia para Messi. Ha conseguido todo, salvo brillar con la selección mayor de su país. El Mundial de Sudáfrica representa para él esa asignatura pendiente. Como el futbol detesta las obviedades, la mala campaña de clasificación de Argentina puede ser un buen augurio. Ningún equipo es tan poderoso como el que revierte su dolor en hambre ganadora. Fue la receta de Alemania en Suiza ‘54 y la de Argentina en México ‘86.
Messi atraviesa un estado de gracia que no se veía desde Maradona, a quien ya le calcó el célebre gol de 1986, cuando Diego burló a media selección inglesa. La versión Xerox de Messi ocurrió el 18 de abril de 2007 contra el Getafe. Esta obra maestra produjo otra del periodismo, firmada por Juan Sasturain: “Lionel Messi, autor del Quijote”. Como Pierre Menard, el personaje de Borges, La Pulga hizo de la copia un arte. Escribe Sasturain: “En estos tiempos de futbol mecanizado y jugadas preconcebidas con ejecutores obedientes, no es demasiado raro que se vean goles iguales a otros –hay infinidad de casos en que se repiten calcados circunstancias y desempeños–; lo extraordinario del caso es que, precisamente, lo que se veía mágicamente repetido era lo –por definición– irrepetible, lo excepcional: el mejor gol de la historia. El de Messi no era ni mejor ni peor: era, de un modo inquietante, igual. No hizo otro gol parecido ni lo copió ni lo imitó ni lo tradujo: simple, increíblemente, lo hizo otra vez”.
No sabemos adónde llegará Messi. Sólo sabemos que no hay defensas ni cerraduras que puedan detenerlo.
Cuando un niño quiere una bicicleta es capaz de muchas cosas. Cuando un hombre juega como el niño que quiere una bicicleta, es el mejor futbolista del mundo.
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